La maternidad estaba prohibida en la guerrilla, que obligaba a abortar a las embarazadas. Con la firma de los acuerdos hubo una explosión demográfica entre los excombatientes
SANTIAGO TORRADO
El País
Las polvorientas calles sin pavimentar de La Fila bajan por la ladera en medio de una exuberante vegetación, con vistas sobre la verde cordillera de esta región conocida como el balcón del Tolima, en el centro de Colombia. Más de doscientos excombatientes de la guerrilla de las FARC, hoy desarmada y convertida en un partido político, se reintegran a la sociedad en este paraje rural cerca de Icononzo, donde han nacido decenas de niños en los cinco años que han transcurrido desde la firma del acuerdo de paz. Es un día de celebración, pero no por el aniversario de los acuerdos. En el restaurante comunitario, uno de tantos módulos que se alzan en medio del poblado, preparan con globos rojos y carteles de Spiderman el cuarto cumpleaños de Dylan, uno de los llamados hijos de la paz, que ya se cuentan por miles en todo el país.
La explosión demográfica en las filas de las otrora Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia comenzó a gestarse al final de las negociaciones entre la guerrilla y el Gobierno de Juan Manuel Santos, en 2016. “Dylan para mí representa todo. Es el primer hijo. Para empezar, enseñarme a ser mamá. ¿En el monte uno dónde aprendía a ser mamá?” dice Andrea Anacona, una exguerrillera de 36 años, mientras los primeros invitados ya corretean por el piso de cemento y el estallido de uno de los globos interrumpe la conversación. Aunque no lo sabía, ya tenía dos meses de embarazo cuando llegó a La Fila desde los campamentos en la sabana del Yarí, al suroriente del país, donde se celebró la última conferencia en armas de los rebeldes. “En ese momento ya habían dicho que podíamos tener hijos, porque ya se estaba dando el proceso”, rememora. A ella la había marcado años atrás el aborto que un comandante la había obligado a practicarse a los siete meses de gestación, y desde entonces quería tener un hijo. “Ya la mayoría de excombatientes tiene de a dos, tres. Lo mínimo es uno”, dice entre risas.
Durante medio siglo de conflicto armado, las mujeres que pertenecieron a las FARC tenían prohibido quedarse embarazadas. Las que lo hacían, eran obligadas a abortar o, en caso de dar a luz, a entregar sus bebés en adopción. Desde que dejaron las armas, se ha producido un baby boom. Los hijos de los firmantes de la paz se han convertido en un motivo de ilusión para sacar adelante la implementación del acuerdo. Aunque los números no son precisos, el fenómeno es evidente. A falta de cifras oficiales del Gobierno, han nacido más de 3.500 niños que tienen menos de cinco años, según datos de la extinta guerrilla. En un ejemplo simbólico, una veintena de ellos forma parte del Coro Hijos de la Paz, de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, que se presenta este miércoles en la Plaza de Bolívar, en el corazón de la capital, en uno de los actos centrales de las celebraciones del quinto aniversario.
La Fila, decorada por incontables murales, es una de las veinte zonas en las que los excombatientes se concentraron para dejar los fusiles, que después dieron paso a los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR, o antiguos ETCR, en la jerga gubernamental). Estas comunidades aún albergan a unos 3.000 de los 13.000 exguerrilleros en proceso de reintegración, pues muchos se mudaron a las ciudades o a otros lugares. En Icononzo la reintegración sigue en marcha a pesar de las dificultades. El Estado ya compró los terrenos y han despegado algunos proyectos productivos, como la cerveza artesanal La Roja, cultivos de café o el taller de confecciones. También tienen una escuela de música financiada con fondos de Naciones Unidas. Otros espacios han apostado por el turismo, como Miravalle, donde los excombatientes se convirtieron en guías de rafting, o Pondores, donde recrean los campamentos guerrilleros para turistas. En todos se deja sentir la presencia infantil, y en muchos han abierto escuelas infantiles.
La de Icononzo la bautizaron como Montaña Mágica. La levantaron en la casa original de la finca donde establecieron el ETCR, pero no ha podido reabrir durante la pandemia por problemas con la nevera, el suministro de agua y una fuga de gas. Con capacidad para una docena de bebés, ya se había quedado pequeña. Están construyendo un nuevo “centro de cuidado” para medio centenar de menores de cinco años. Los mayores caminan cinco kilómetros para asistir al colegio de la zona, pero los padres piden a las autoridades que se levante su propia escuela. “No he visto aquí ninguna clase de maltrato de los padres con sus niños, al contrario, los sobreprotegen”, cuenta María del Rosario Villareal, la encargada de la guardería, que no perteneció a la guerrilla, pero siempre se ha sentido acogida en la comunidad. Sobre el repunte de la natalidad, apunta con timidez su propia teoría: “Me imagino que ellos querían recuperar todo el tiempo perdido”.
Aquí abundan los perros, las gallinas y los gallos que cantan a todas horas, como en buena parte de la Colombia rural. También las historias sobre distintos tipos de maternidades. “Todos nos empezamos a reproducir. La experiencia ha sido muy linda porque esa es la ilusión de todo ser humano”, valora Janeth Morales, una madre soltera de 37, mientras pinta un mural en el puesto de salud acompañada de su hija, que va a cumplir tres años, y otro niño enfundado en una camiseta miniatura de la selección colombiana. Ingresó a las FARC a los 15 años y en el monte fue enfermera. “En armas no se debía tener hijos. Imagínese una con un fusil en la mano y debajo del brazo un chino [niño]”, apunta, aunque cuenta con orgullo que alcanzó a recibir tres recién nacidos en medio de las negociaciones y hoy están en perfectas condiciones. Muy apegada a su niña, le gustaría que fuera enfermera, aunque no le quiere imponer sus gustos, solo que tenga las oportunidades que ella no tuvo.
Dentro del ETCR, que se encuentra a una hora por una difícil carretera del casco urbano de Icononzo, aún no han nacido bebés. Pero casi. Lida Perafán, de 42 años, rompió aguas cuando le faltaba un mes de embarazo y tuvo al suyo en el puesto de atrás del carro de un escolta, pues no alcanzó a llegar al hospital. Después de casi un año, está sano. “Solo me gustaría que él no fuera a un grupo armado, ni al ejército ni a la policía. Mejor dicho, nada de armas”, dice frente al taller de confección en el que trabaja todos los días. Paz para los hijos de quienes conocieron la guerra.