Unguía (Colombia) (EFE).- El ruido de un helicóptero militar resuena sobre las extensas laderas sembradas de coca en Unguía y en las carpas bajo las cuales los campesinos de esta zona de la frontera colombo-panameña transforman la hoja en pasta de coca, una actividad que les gustaría dejar atrás.
Sin embargo, su esperanza choca con la apatía de un Estado ausente, del que solo conocen la cara militar, y con el Clan del Golfo, el grupo armado ilegal que controla el negocio del narcotráfico en gran parte del país.
Sembrar maíz, plátano o arroz es menos rentable que sembrar coca, eso lo saben los campesinos de Unguía (Chocó), en el noroeste, que añoran volver a esas labores, pero saben que cultivar la mata les puede dar dinero y a la vez muchos problemas.
“Vino el Gobierno (Policía Antinarcóticos) ¿Qué fue lo que vinieron a hacer? A quemarnos las caletas”, dice a EFE nervioso Elías Caro, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda El Naranjo, sobre las operaciones contra cultivos ilícitos.
Tras la quema de varias “caletas” en la zona por parte del Ejército hace unas semanas, el presidente Gustavo Petro celebró la destrucción de varios “laboratorios” como parte de su política de priorizar incautaciones a erradicaciones forzosas.
Los campesinos se quejan de estos operativos, pues estos laboratorios que llaman “caletas”, son un rústico complejo de 20 metros cuadrados, con techo de plástico y piso de tierra.
En estas estructuras, con una guadaña pican la hoja para que libere sustancia y posteriormente lo fermentan con un cóctel de químicos con amonio, ácido sulfúrico, gasolina, cemento y cal para obtener la pasta o base de coca.
“Llegan y lo pasan por las noticias, que son unos laboratorios de grupos ilegales que operan en la zona. Y no es así (…) están atropellando al campesino, no están debilitando a ningún grupo ilegal”, reafirma.
La coca: mucha plata, pocas ganancias
Los campesinos calculan que para producir un gramo de pasta de coca es necesario recolectar una arroba de hojas, tarea que realiza un “raspachín” al que le pagan 8.000 pesos (1,79 dólares) por cada arroba recolectada.
Este mercado, que ha sufrido una bajada de precios, está regulado por quien lo gobierna, el Clan del Golfo, y cada gramo de pasta de coca se cotiza a 3.100 pesos (0,67 dólares), pero en ocasiones la producción a baja escala en sus cultivos es insuficiente para costear los gastos mientras las matas vuelven a estar listas para una nueva recolecta.
“Estos cultivos no están siendo rentables”, refiere a EFE Tomás Fandiño, presidente de la Asociación de Cocaleros de Unguía, quien admite que en la cadena del narcotráfico ellos son un pequeño eslabón que debe lidiar con la persecución de las autoridades y donde el dinero se lo quedan las redes ilegales.
“Estamos entre la espada y la pared, el Gobierno dice una cosa y los grupos armados otra. Y al final llevamos garrote de todo mundo”, dice.
Adentrándose en la montañosa y selvática frontera de Colombia y Panamá miles de árboles talados dan paso al verdor brillante de la coca, pero los cocaleros afirman: “Realmente a nosotros no nos sirve el negocio como está planteado ahora”.
Insisten que las Autodefensas Gaitanistas de Colombia -o “la Empresa”, como ellos llaman al Clan del Golfo- en sus temas no se meten, pero cuando se pregunta quién compra la pasta de coca entre susurros un campesino afirma: “el brazo financiador de los paramilitares”.
Es un negocio por el que el Clan del Golfo tiene amenazados a pueblos enteros en el Caribe y Pacífico, donde la prioridad son los envíos que acaban en manos de grupos mexicanos o internacionales y por ello matan y desplazan a su población.
Mensaje al Gobierno
Tanto Caro como Fandiño ponen sus esperanzas en la nueva política de lucha contra las drogas del Gobierno que busca darle oxígeno a pequeños cultivadores, pero asfixiar a traficantes, lavadores de activos y grupos que viven del negocio, en un momento en que las hectáreas cultivadas baten récords y el año pasado se situaron en 204.000 en el país.
Piden al Estado que los atienda “y que escuche a los campesinos de Unguía que están obligados a sembrar la hoja de coca porque no hay otra alternativa”, dice Caro, mirando a ratos a la avioneta que sobrevuela y que hace unas semanas se posó para incendiar sus parcelas.
Aunque los campesinos dicen estar dispuestos a participar en el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), que se estableció en el acuerdo con las FARC, dejan claro que solo lo harán cuando llegue el Estado.
Y que lo haga no en los helicópteros militares sino con programas sociales que mejoren las vías de acceso y comprándoles cosechas sin intermediarios. Pero, de momento, los únicos que les han mejorado las vías son el Clan del Golfo.
“Acá han venido tres veces a erradicar, y el Gobierno nunca nos ha traído un proyecto productivo”, apunta Caro.