Aunque no es un fenómeno nuevo, sí se ha disparado en los dos últimos años. En las últimas semanas, más de 3.000 personas se adentran diariamente en el Tapón del Darién
Cuando José Juan le dijo a Steven que quería ir a EE.UU. por el Darién, su hijo de 7 años le dijo que eso era peligroso, que era mejor hacerlo en avión, pero aún así ahora lidera enérgico el grupo de migrantes que comienza su travesía por esta inhóspita selva que separa a Colombia de Panamá.
Es como un juego para él, camina dando patadas a las botellas vacías que van tirando por el camino sus compañeros y trepa por las lomas resbaladizas y empinadas como si lo hiciera todos los días, pero a pesar de que ha crecido en el campo, en el departamento colombiano de Santander, es la primera vez que vive algo así.
José Juan Luna, que lleva cuidando a Steven desde que su madre les dejó solos hace 6 años, le explicó a su hijo que quería buscarle un futuro mejor; “Yo a usted no le dejo solo, papi, yo me vengo con usted”, le respondió Steven.
Sabía que lo que les esperaba en el camino iba a ser peligroso; lo había visto en redes y en la tele. Dudó pero finalmente le dijo el padre colombia-venezolano: “vamos por la selva que eso va a ser una aventura”.
Como ellos, más de 150.000 personas -el 60 % de ellos venezolanos, empujados por una economía que no revive y porque dicen que en EE.UU. les están “dejando entrar”- han decidido cruzar en lo que va de año por uno de los pasos migratorios más peligrosos del mundo, una travesía que puede durar la semana por una selva montañosa donde no hay ley.
Aunque no es un fenómeno nuevo, sí se ha disparado en los dos últimos años. En las últimas semanas, más de 3.000 personas se adentran diariamente en el Tapón del Darién.
LA SELVA QUE SE TRAGA A HUMANOS
La entrada al Darién tiene un cartel de “Bienvenido al Cielo” a un lado y, al otro, un ángel en una roca que vigila a los grupos de migrantes que van pasando constantes durante el día.
Caminan cargados con pesadas mochilas forradas en bolsas de plástico, botellones de agua, carpas y equipaje que en muchas ocasiones van dejando botado por el camino para aligerar la marcha.
Miralis Simota va con la mediana de sus hijas de la mano, cojeando por un dolor de rodilla, y con su marido cargando a los hombros al menor, de apenas tres años y que lleva el pecho en carne viva.
El día anterior, cuando estaban preparando todopara empezar la parte más difícil de su viaje a EE.UU., fue a acompañar a una de sus hijas al baño y sin querer el pequeño se tropezó con el agua que hervía en el fogón improvisado.
Sin embargo, esta familia de venezolanos decidió continuar su ruta hacia Capurganá, el último pueblo colombiano antes de la selva. Ahora avanzan lentos en medio de la frondosidad por las primeras lomas donde las botas de goma de las pequeñas amenazan con quedar atrapadas en el lodo.
Aún les quedan al menos cinco días más -depende del paso- y lo más duro de la travesía. Marlon Anaya, otro venezolano que acaba de alcanzar EE.UU., logrando su “sueño americano” dice que ese primer día se dieron cuenta que no era un juego.
Caminó entre 6 y 12 horas al día durante una semana, durmiendo, si la lluvia se lo permitía, en campamentos montados por los locales con plásticos que resguarden sus carpas, y levantándose al amanecer para continuar la jornada.
RIESGO CONSTANTE
El peor día es el cuarto. Una vez se pasa a Panamá en una frontera sin autoridades ni aduanas, llega “Banderas”, una loma con una subida de más de 4 horas. “En la cima fue donde vimos el primer cuerpo muerto”, cuenta este joven futbolista profesional a EFE.
A partir de ahí llega la bajada, peligrosa también por el lodo resbaladizo pero más rápida, y coger el río hasta donde las autoridades panameñas y la ONU tienen los puestos de recepción de migrantes, pero aún quedan dos o tres días más y el peligro de que crezca el río.
De hecho a su grupo, después de caminar tres horas desde la cima de la loma le empezó a llover. El río creció y el grupo quedó separado; tuvieron que lanzar una cuerda para poder rescatar a los del otro lado para acampar.
“Venía una mujer embarazada, se soltó del lazo ya llegando a mis manos, si yo no le estiro la mano, el río se la lleva porque el río estaba bastante alto. Fue impresionante la crecida del río de un momento a otro”, relata este joven de 21 años. Dos días después se encontraron el cadáver de una niña pequeña que ese mismo río había arrastrado.
“Nos cansamos de los muertos, el cementerio de Capurganá está más lleno de muertos de migrantes que de muertos de nativos”, asegura a EFE Darwin García, representante legal de la Asociación de Trabajadores de Capurganá (Asotracap).
UNA BENDICIÓN NO SOLICITADA
Por eso se juntaron para organizarse en la asociación; construyeron un albergue en el pueblo para alojar gratuitamente a los migrantes, con electricidad, techo y un puesto de salud, y de ahí ofrecerles “guías” para hacer el camino a la selva.
Se pusieron también de acuerdo con los indígenas kunaa del otro lado de la frontera para que ellos les guiaran por la segunda parte del viaje y así no ser acusados de tráfico de migrantes.
Por ello cobran unos 150 dólares porque al fin y al cabo es un negocio para este pueblo, que no tiene ni hospital, ni carreteras decentes ni siquiera electricidad las 24 horas.
“Nosotros les cobramos unas tarifas accesibles para ellos para que no pasen solos y se mueran en el camino ni los roben en el camino ni los violen en el camino”, insiste “Maradona”, como le conocen.
NEGOCIO PARA MUCHOS
El dinero de la migración no solo ha beneficiado -y mucho- a los vecinos de este pueblo del Chocó, uno de los departamentos más pobres y dejados de lado de Colombia, sino a la propia comunidad, que está construyendo vías y mejorando la atención sanitaria.
Aún así, “Maradona” insiste: “no lo vemos como un negocio, obviamente que sí nos beneficiamos porque estamos haciendo un trabajo, pero nosotros lo hacemos más por la parte humana que por el negocio”.
Hacen más “humana” una frontera por donde no solo pasan migrantes, sino que históricamente ha sido guarida de la guerrilla, los paramilitares y una ruta de narcotráfico y contrabando.
Ahora, al menos por el lado colombiano “no los roban ni los violan” por orden directa del Clan del Golfo, los paramilitares que mandan en esta región. Ellos, según García, no quieren saber nada de los migrantes, pero han dictado una ley para mandar asesinar a quien robe, viole o mate a un migrante.
Pero en la ruta sí hay denuncias de violaciones, aunque todo el mundo concuerda que es del lado panameño. Las autoridades panameñas registraron 120 casos de violencia sexual, aunque organizaciones humanitarias aseguran que puede haber un subregistro.
Desde la comunidad quieren que el Gobierno entre en acción, aunque eso les suponga “perder negocio”.
“Colombia no construirá muros para contener la migración y no permitirá que sus fronteras se conviertan en cementerios”, dijo justamente este sábado la viceministra de Asuntos Multilaterales, Laura Gil, durante en la 52 Asamblea General de la OEA.
Pero la realidad es que, a pesar de que cada día llegan más migrantes dispuestos a atravesar la selva en busca del “sueño americano”, aún no hay medidas para hacer más humana una travesía feroz.