Por: Jesús Batista Suriel
CRDmedia

“No me dé como un favor, lo que por derecho me pertenece” es una frase que escuché por primera vez a Pelegrín Castillo; me impactó porque encapsula la esencia de la lucha por la justicia social y el reconocimiento de la dignidad humana. En una sociedad donde la riqueza y los recursos son distribuidos de manera desigual, es fundamental que cada individuo reconozca su derecho inalienable a acceder a lo que le corresponde por justicia.
La riqueza generada por el Estado no debe ser vista como un regalo, sino como un derecho de todos los ciudadanos. Esta percepción errónea perpetúa la dependencia y la miseria, y es urgente que se cambie la narrativa para empoderar a las personas a reclamar lo que les pertenece.
La política de redistribución, en muchos casos impulsada por gobiernos de izquierda, ha sido presentada como una solución para la pobreza, pero en la práctica, a menudo refuerza la dependencia. Frases como “la lucha de clases” y “el proletariado debe unirse” son utilizadas para mantener a las masas en un estado de conformidad, donde la pobreza se convierte en un medio para perpetuar el control. Esta manipulación es una forma de mantener a la población alejada de la autonomía, y es crucial que se reconozca cómo estas ideologías pueden ser utilizadas para mantener el status quo.
Desde una perspectiva jurídica, es esencial que se promuevan leyes que garanticen el acceso equitativo a los recursos. El derecho a la riqueza no es solo un concepto abstracto, sino un principio que debe ser legislado y defendido. Los gobiernos tienen la responsabilidad de asegurar que cada ciudadano tenga la oportunidad de prosperar, y esto implica una distribución justa de los recursos. Sin embargo, los sistemas políticos que perpetúan la desigualdad a menudo eligen ignorar este deber, favoreciendo intereses particulares sobre el bienestar general.
El análisis del comportamiento humano desde un enfoque psicológico revela que la victimización puede convertirse en una trampa. Las personas que se ven a sí mismas como víctimas tienden a desarrollar una mentalidad de dependencia que les impide salir de su situación. Este fenómeno es exacerbado por líderes que, en lugar de fomentar la autonomía, alimentan la percepción de que la ayuda estatal es un favor, en lugar de un derecho. Esta dinámica es peligrosa, ya que perpetúa la pobreza y la falta de iniciativa personal.
Es fundamental reprochar el comportamiento de aquellos en posiciones de poder que, al actuar en contra de los ideales que dicen defender, traicionan la confianza de la población. Estos políticos, que se alinean con sectores corruptos, desdibujan las líneas de su propia ideología y filosofía. La crítica debe ser clara: no pueden pretender ser defensores de la justicia social mientras se benefician de un sistema que perpetúa la desigualdad. Este comportamiento debe ser analizado con frialdad y objetividad, buscando entender las motivaciones detrás de tales decisiones.
La educación es la clave para desmantelar las narrativas que perpetúan la pobreza. Promover un pensamiento crítico y una conciencia social es vital para empoderar a la población. Es necesario que los sistemas educativos se enfoquen en el desarrollo de habilidades que permitan a las personas cuestionar su situación y buscar soluciones.
Sin un enfoque en la educación, la sociedad seguirá atrapada en ciclos de dependencia y conformidad, donde la dignidad humana es sacrificada en el altar de la complacencia.
El papel de los líderes en este contexto es crucial. Deben ser agentes de cambio que promuevan la equidad y la justicia. Sin embargo, muchos de ellos parecen haber olvidado su responsabilidad, optando en su lugar por alianzas que no sirven al interés nacional. Esta traición a los ideales debería ser objeto de un análisis profundo por parte de sociólogos y psicólogos, quienes pueden ayudar a desentrañar la psicología detrás de estas decisiones.
Es incomprensible que aquellos que se han comprometido a servir a la ciudadanía se comporten como lacayos de intereses y agendas ajenos.
Es necesario estar en contra de la agenda que ve la prosperidad y la inversión privada y extranjera como enemigos. Este enfoque es dañino, ya que la riqueza se construye a partir de la creación de oportunidades, inversiones y el fomento de un entorno propicio para el desarrollo económico. La inversión no solo genera empleo, sino que también impulsa la innovación y el crecimiento.
Fomentar la miseria y la dependencia no es el camino hacia la prosperidad; más bien, es un obstáculo que limita el potencial de la sociedad. Debemos abogar por un marco que incentive la inversión y el emprendimiento, entendiendo que la riqueza no se construye sobre la miseria, sino a través de la colaboración y el empoderamiento de todos los sectores de la población.
En conclusión, la lucha por la dignidad y los derechos económicos es un imperativo moral que debe ser abordado con seriedad. La manipulación de las masas a través de discursos que perpetúan la pobreza debe ser desmantelada. Es necesario que la sociedad exija a sus líderes un compromiso real con el interés, la soberanía y el bienestar común, rechazando la complacencia y la corrupción que han caracterizado a muchos gobiernos de izquierda.
La transformación social es posible, pero requiere un cambio en la forma en que se percibe la riqueza y los derechos. La dignidad humana debe estar en el centro de cualquier política pública, y es responsabilidad de cada ciudadano exigir lo que le corresponde. La educación, la conciencia crítica y el empoderamiento son herramientas esenciales para romper el ciclo de dependencia y conformidad. Solo así podremos construir una sociedad más equitativa y digna para todos, donde cada individuo se sienta valorado y reconocido en su derecho a prosperar.
Los verdaderos cambios se lograrán cuando logremos que “No me dè como un favor, lo que por derecho me pertenece”.