
La República Dominicana se encuentra, literalmente, bajo agua. Una onda tropical activa ha provocado el colapso de puentes como el de Don Juan en Monte Plata, el desborde de ríos en Azua y en San José de Ocoa, dejando comunidades incomunicadas y a las autoridades de socorro en alerta roja en cinco provincias. La naturaleza no espera, y cuando decide hablar, lo hace con fuerza. Afortunadamente, nuestros equipos de emergencia han respondido con valentía, aunque no con los recursos que merecen.
Mientras tanto, en Nueva York, nuestro presidente Luis Abinader se ha plantado ante la ONU con un discurso que, aunque repetido, sigue siendo necesario: Haití necesita ayuda internacional. No es justo que el pueblo dominicano cargue solo con una crisis que desborda nuestras capacidades. Lo ha dicho con firmeza, y hay que reconocerle el gesto. Pero como siempre, el eco de las grandes potencias suena más a protocolo que a compromiso.
Y hablando de potencias, el presidente de Estados Unidos ha dejado claro que la democracia que alguna vez fue el emblema de su nación ya no se pasea por la Casa Blanca, ni por el Congreso, ni por las altas cortes. Lo que hay ahora es una mayoría mecánica, una especie de maquinaria política que no negocia, no escucha y no construye puentes (ni siquiera los físicos, como los nuestros que se caen).
Este panorama internacional debería servirnos de espejo. Si allá la democracia se deshilacha, aquí debemos reforzarla. No con discursos vacíos ni con poses de campaña, sino con instituciones sólidas, liderazgos coherentes y una ciudadanía que no se deje arrastrar por las corrientes del populismo ni por las olas del fanatismo.
La oposición tiene una tarea urgente: dejar de jugar al “quítate tú pa’ ponerme yo” y asumir su rol como contrapeso democrático. No basta con criticar; hay que proponer, construir y defender el sistema que, aunque imperfecto, es el mejor que tenemos. Porque si no lo hacemos, nos arriesgamos a retroceder cincuenta años, cuando el diálogo era un lujo y la represión una rutina.
Liderazgos como el de Leonel Fernández, con vocación internacional y democrática, deben ser parte activa de esta defensa. Lo mismo vale para Luis Abinader, quien, pese a sus desaciertos, ha mantenido el curso institucional. Pelegrin Castillo, un ferviente servidor desinteresado de la patria. Y sí, también para Danilo Medina y Hipólito Mejía, quienes supieron entregar el poder sin pataletas ni sobresaltos, algo que en otros países parece ciencia ficción.
No se trata de canonizar a nadie. Se trata de reconocer que, en momentos de crisis, los liderazgos responsables deben dejar de lado sus egos y trabajar juntos. Porque si el río Masacre desborda, si los puentes colapsan, si la frontera se vuelve un polvorín, y si la democracia se convierte en un souvenir, ¿qué nos queda?
Nos queda el pueblo. Nos queda la prensa libre. Nos queda la capacidad de indignarnos con inteligencia y de exigir con firmeza. Nos queda la sátira, la ironía, la picardía que nos permite decir verdades sin que nos callen. Nos queda la esperanza de que, aunque el agua nos arrastre, no nos arrastre el autoritarismo.
Así que, mientras la vaguada hace de las suyas y los discursos se pronuncian en salones climatizados, recordemos que la verdadera muralla que nos protege no es de concreto, sino de convicción democrática. Y esa, amigos, hay que reforzarla todos los días, aunque llueva, truene o relampaguee.