Redacción
CRDmedia

La democracia no siempre muere con tanques. A veces, se apaga en silencio, bajo decretos, amenazas judiciales y discursos inflamados. Esa es la premisa que impulsa esta reflexión: que Donald Trump, al día de hoy, no representa solo un político con tendencias autoritarias, sino lo que algunos críticos llaman abiertamente “el dictador en funciones de Estados Unidos”. No hay uniforme militar ni golpe de Estado tradicional: hay un gobierno revestido en legalidad, pero teñido de arrogancia institucional.
Los primeros seis meses de su administración han sido suficientes para exponer lo que muchos temían y otros negaban. Ciudades militarizadas, demandas contra medios críticos, persecuciones simbólicas y reales, y hasta el enfrentamiento abierto con el hombre más rico del planeta, en una demostración de poder personalista. La fantasía democrática en la que algunos aún viven ha quedado rezagada frente a un liderazgo que se reafirma desde la confrontación, no desde el consenso.
Trump no solo ha ejercido poder, lo ha rediseñado. La consolidación de su influencia sobre el Partido Republicano es un fenómeno que trasciende la política tradicional. Candidatos que adoptan su apellido, líderes que repiten sus discursos como guiones, y un aparato partidario que parece girar exclusivamente en torno a su figura, marcan una posible ruta hacia una dinastía política disfrazada de continuidad electoral.
Lo preocupante no radica únicamente en las acciones visibles, sino en el simbolismo que las respalda. Su proyecto penitenciario apodado por algunos como “Alagarto Alcatraz” —en referencia crítica al centro de reclusión en Florida— ha sido comparado, incluso, con el CECOT de Bukele, y tachado de un modelo mucho más extremo. Las voces que antes miraban a otros países para ilustrar el autoritarismo ahora giran la mirada hacia Washington.
El problema se agrava al considerar que este tipo de poder no se limita a las fronteras estadounidenses. Los discursos de odio, el debilitamiento del multilateralismo, la presión sobre aliados y organismos internacionales, convierten este escenario en una preocupación global. Lo que ocurre en Estados Unidos bajo Trump afecta a toda una red de democracias que dependen de su estabilidad institucional.
La locura y la fantasía son ingredientes frecuentes en los liderazgos autoritarios, pero también lo es la normalización. Cada vez que se acepta una medida polémica sin cuestionamiento, cada vez que se justifica el atropello en nombre de la eficiencia y la seguridad nacional, la línea entre gobierno y abuso se hace más difusa. Si el poder de Trump continúa creciendo sin frenos institucionales, el resultado podría ser irreversible.
La pregunta final no es cuán lejos puede llegar Trump, sino hasta dónde se lo permitirán. Las instituciones, la prensa libre, la ciudadanía activa —dentro y fuera de Estados Unidos— deben entender que el autoritarismo moderno ya no avisa. Se instala entre discursos de patriotismo y promesas de orden. Y cuando se quita la máscara, muchas veces es tarde.