Por Billy Graham Castillo
CRDmedia

La reciente autorización para que Estados Unidos utilice bases aéreas dominicanas con fines logísticos ha abierto un debate legítimo en la opinión pública. No es un tema menor, porque toca fibras históricas, constitucionales y emocionales profundamente arraigadas en nuestra identidad nacional. Y aunque el Gobierno asegura que se trata exclusivamente de apoyo técnico y operativo, es inevitable que el país mire este anuncio con cierta suspicacia. La historia nos educó a ser prudentes.
República Dominicana no es un país que pueda analizar su relación militar con Estados Unidos desde cero o con ingenuidad. Tenemos dos intervenciones militares en el siglo XX: la ocupación de 1916 y la intervención de 1965. Ambas marcaron nuestra visión sobre la presencia militar extranjera y crearon un marco emocional que sigue influyendo en cómo interpretamos estos movimientos diplomáticos y militares (Moya Pons, 2019). En ambas ocasiones, la entrada inicial se presentó como operación limitada o excepcional, pero terminó generando impactos profundos en nuestra soberanía.
Por eso, cuando se anuncia la utilización de infraestructura militar dominicana para fines logísticos, aunque sin tropas permanentes ni armamento, el país se pregunta con razón: ¿hemos visto este patrón antes? ¿Estamos abriendo una puerta que en el pasado nos costó cerrar? La memoria colectiva no olvida que las intervenciones estadounidenses también se justificaron como medidas temporales de protección, estabilidad o seguridad regional (Betances, 2017).
A diferencia de 1916 y 1965, hoy no hay ocupación ni imposición directa. No estamos ante tropas patrullando nuestras calles ni ante un gobierno extranjero administrando nuestras instituciones. La cooperación actual, en principio, se da en el marco de acuerdos como el Acuerdo de Interdicción Marítima y Aérea de 1995 y su Protocolo de 2003, instrumentos legales que permiten operaciones conjuntas contra el narcotráfico y el crimen transnacional (Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, 2003). Pero aun dentro de ese marco, el país tiene derecho a cuestionar y vigilar la forma en que se ejecutan estas políticas.
El problema radica en la sutileza. No se trata de una intervención militar abierta. No hay violación explícita de soberanía. No hay tropas desembarcando. Pero sí existe un elemento que despierta preocupación: la relación histórica asimétrica entre República Dominicana y Estados Unidos. Esa asimetría es real, está documentada y continúa condicionando nuestras decisiones de política exterior (Pérez Benítez, 2020).
El Gobierno ha afirmado que las operaciones serán supervisadas por personal dominicano. Sin embargo, es evidente que la supervisión técnica, la verificación logística y el control de la información dependen, en gran medida, de la confianza en los reportes institucionales. Estados Unidos no es un actor cualquiera: es la mayor potencia militar del mundo, y su presencia, incluso limitada, genera dinámicas que deben ser analizadas con responsabilidad y transparencia hacia la ciudadanía.
Este no es un llamado al alarmismo, sino al equilibrio. Se puede cooperar en seguridad, combatir el narcotráfico y fortalecer alianzas estratégicas sin perder de vista las lecciones del pasado. La historia no es un obstáculo para la política, es una brújula. Y nuestra brújula nos recuerda que cada vez que hemos cedido espacios sin suficiente control democrático, las consecuencias han sido duraderas.
República Dominicana tiene derecho a la cooperación internacional, pero también tiene la obligación de salvaguardar la claridad constitucional y la vigilancia ciudadana. El artículo 80, numeral 6, de la Constitución establece claramente que el Senado debe aprobar o desaprobar la presencia de tropas extranjeras en territorio nacional. Aunque este caso no involucra tropas permanentes, sí toca la zona gris de la interpretación constitucional, una zona en la que la historia nos obliga a ser más cautelosos que otros países de la región, precisamente porque sabemos lo que significa abrir esta puerta sin suficiente debate público o institucional (Constitución de la República Dominicana, 2015).
No estamos reviviendo 1916 ni 1965. Pero tampoco debemos actuar como si esas fechas no existieran. La memoria histórica no es un capricho: es un mecanismo de defensa colectiva. En un contexto regional inestable, con un vecino en crisis y con potencias compitiendo por influencia en el Caribe, República Dominicana debe moverse con firmeza, claridad y respeto a su propio pasado.
Cooperar no es someterse. Abrir las bases no es abrir la soberanía. Pero si algo nos enseñó la historia es que la soberanía no se pierde de golpe, sino por descuidos pequeños y decisiones poco discutidas. Por eso la vigilancia ciudadana no es sospecha: es responsabilidad democrática.