Con la promulgación de la Ley 340-22 de Extinción de Dominio, el país levanta nuevas barandillas a la corrupción y al crimen organizado, en sus múltiples modalidades.
El umbral para atajar esta gama de delitos y hasta aberraciones humanas, se hace más amplio, pues con la vigente Ley de Lavados de Activos y ahora con la de extinción de dominio, se configura una buena muralla contra todas las formas de engaño a los individuos y al Estado.
El presidente Luis Abinader, que es un abanderado de la transparencia y la corrupción cero, ha sido uno de los grandes promotores de esta legislación, por lo que esperamos que, desde la primera magistratura, la haga valer sin vacilaciones.
La nueva ley pone en manos del Estado una serie de herramientas, dentro del debido proceso judicial, para recuperar bienes propios o de particulares que han sido el fruto de operaciones ilegales, fraudulentas u opacas, cometidas por funcionarios o servidores públicos y por personas mezcladas con el bajo mundo de la delincuencia y el crimen.
Esta ley pone a prueba la capacidad de la justicia dominicana para desplegar, como nunca antes, su poder punitivo a los acusados de infringirla, algo de lo que está haciendo ahora para perseguir la corrupción y los delitos en base a los marcos de un código penal y otro procesal caracterizado por puertas giratorias que, a menudo, debilitan sus efectos.
No obstante sentirnos empoderados con este blindaje legal, siempre debemos mantener las alertas contra las triquiñuelas que empleen corruptos y criminales para evadir los castigos civiles y penales, generalmente a través de los perversos contubernios entre ellos y los responsables de perseguirlos y enjuiciarlos.