Por Edwin J. Otáñez Lázala
Ciudadanía RD Media

En la adolescencia, la vida se siente como un torbellino: todo cambia, todo duele, todo importa. Es una etapa en la que los silencios pesan más que las palabras, y en la que los ojos a veces dicen lo que la voz no se atreve a pronunciar. Entre los pasillos de las escuelas, en las habitaciones cerradas con llave, en los mensajes no respondidos, vive un visitante cada vez más común: la ansiedad.
La ansiedad en adolescente no siempre grita. A menudo, susurra. Llega disfrazada de insomnio, de irritabilidad, de un “no quiero ir hoy” que se repite con más frecuencia. Se esconde en las redes sociales, donde la comparación constante genera la sensación de no ser suficiente. Se disfraza de perfección, de querer hacerlo todo bien por miedo a decepcionar. Y también se esconde en la presión de ser fuerte, de no molestar, de no parecer “débil”.
Pero hablar de ansiedad no es hablar de debilidad. Es hablar de humanidad. De un cerebro que todavía se está formando, de emociones que aún no saben cómo organizarse, y de un mundo que a veces exige más de lo que un corazón joven puede soportar.
Como adultos, padres, docentes o simplemente como seres humanos, necesitamos escuchar más allá de las palabras. Preguntar sin invadir. Estar sin presionar. Acompañar sin juicio. Porque a veces lo único que necesita un adolescente es saber que no está solo, que lo que siente tiene nombre, y que existe ayuda, comprensión y luz al final del túnel.
La ansiedad no se cura con frases vacías como “todo está en tu cabeza” o “ya se te pasará”. Se abraza con empatía, se alivia con acompañamiento, y se transforma con tiempo, con amor y, cuando es necesario, con apoyo profesional.
Ser adolescente ya es un viaje bastante complicado. Si a eso le sumamos el peso invisible de la ansiedad, entonces es nuestro deber, como sociedad, construir puentes en lugar de muros. Espacios seguros donde puedan hablar sin miedo, llorar sin vergüenza y crecer sin máscaras.
Escuchemos con el corazón abierto. A veces, salvar a alguien comienza con algo tan simple como preguntar: “¿Cómo estás, de verdad?”